Un nuevo estudio apunta a que el consumo de un edulcorante artificial de uso común en la industria alimentaria está detrás del auge de dos de las cepas más resistentes y virulentas de una bacteria que ataca a nuestro intestino
Alicia Calvo
El artículo apareció en 'Nature' en enero de este año y desde su publicación está causando un gran revuelo. No es para menos. La hipótesis que exponen el profesor Robert Britton y su equipo del Colegio de Medicina Baylor (EEUU) tiene todos los ingredientes de un capítulo de 'Juego de tronos': hay un malo malísimo (la bacteria 'Clostridium difficile', que aparece en la lista de los 15 agentes infecciosos más comunes en hospitales españoles, según datos del informe EPINE); un reino que vive ajeno a la que se le viene encima (nuestro pobre colon), y un 'traidor' inesperado, la trehalosa, uno de los muchos edulcorantes artificiales que emplea la industria alimentaria en helados, galletas, embutidos...
Cómo han conseguido estas tres variables conectar entre sí para narrar una historia médica de misterio (y un poco de terror) lo explica el propio Dr. Britton, el cual, intrigado por el aumento de infecciones provocadas por 'Clostridium difficile' que se están produciendo en América del Norte y Europa en la última década (qué casualidad, en muchos países, coincidiendo con la aprobación de la trehalosa como edulcorante de uso humano), pasó a analizar cómo reaccionaban dos de los subtipos más virulentos de esta bacteria (el RT027 y RT078) al exponerlos a más de 200 azúcares y aminoácidos diferentes. Y la alarma sonó cuando le llegó el turno a la trehalosa, un derivado del almidón de tapioca al que la industria alimentaria recurre desde que los japoneses lograron abaratar su coste de producción y Europa y Estados Unidos aprobaron su utilización en nuestra comida allá por el año 2000.
Pues bien, ambas cepas de esta bacteria, adaptándose en un tiempo récord, habían conseguido desarrollar mecanismos para metabolizar cualquier pequeña porción que llegara al colon de este disacárido y lo aprovechaban para medrar y crecer, enfermando al huésped, en este caso, unos pobres ratones de laboratorio.
La conclusión que extrajeron los autores del estudio de esta desafortunada relación es, cuando menos, digna de tener en cuenta. Los expertos del equipo de Britton proponen que ha sido la implementación de la trehalosa como un aditivo alimentario habitual en la dieta humana lo que ha fortalecido a los dos linajes más tóxicos del 'Clostridium difficile', que se han convertido en el azote de los hospitales occidentales. O lo que es lo mismo, podríamos haber alimentado a la bestia sin saberlo y ahora no sabemos qué hacer con ella.
¿No a los edulcorantes artificiales?
La respuesta a esta pregunta nos la ofrece el resto de expertos y es no… hasta que no haya nuevas pruebas. “Este es un estudio muy bueno y original, y levanta la liebre sobre algo que hasta ahora no se había pensado al analizar el aumento de infecciones por 'Clostridium difficile'. Por eso ha llamado tanto la atención, porque, ¡ojo!, que como esto sea así, el lío comercial e industrial que se puede montar es importante. Pero antes de llegar a esos extremos, debemos ser prudentes y comprobar estos resultados en humanos y a nivel poblacional. Meter el miedo en el cuerpo a los fabricantes sin una mayor evidencia científica es injusto”, asegura el Dr. Juan Pablo Horcajada, jefe del Servicio de Enfermedades Infecciosas del Hospital del Mar y líder de un grupo de investigación en el Instituto Hospital del Mar de Investigaciones Médicas. Él es una de las personas que se enfrentan a diario a estas dos cepas resistentes de la bacteria que aprovecha los antibióticos (y parece ser que la trehalosa) como sus propios anabolizantes.
Su llamada a la calma es compartida por la doctora Carmen Peláez, investigadora del Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación, que añade, además, una advertencia: la línea que lleva de los datos recogidos por Britton y sus conclusiones no es tan recta como podamos creer a simple vista. “De hecho, el estudio no demuestra que la entrada en el mercado alimentario de la trehalosa haya sido el factor determinante del aumento epidemiológico de infecciones por 'Clostridium difficile' observado en los últimos años. Hay que ser cautos con la interpretación de resultados, ya que pueden intervenir otros muchos factores que aún desconocemos”, afirma.
Aunque sí que hay una recomendación del Dr. Britton en la que todos los expertos están de acuerdo: debemos tener más cuidado con lo que ponemos en nuestro plato, porque de lo que comemos, estamos criando en nuestro propio intestino. ¿Pero alguien sabe qué estamos criando? Ese es el quid de la cuestión.
Conoce las bacterias que hay en tu intestino
El doctor Francisco Guarner, investigador del grupo de Fisiología y Fisiopatología Digestiva del Vall d’Hebron Institut de Recerca (VHIR), nos explica todo lo que la ciencia sabe hasta el momento de este complejo microecosistema que portamos en nuestro interior sin hacerle demasiado caso… aunque ignorarlo nos puede salir caro. “En nuestro intestino grueso conviven unos 1.300 tipos de bacterias distintas, de las cuales 150 especies son las dominantes. Que manden unas o que manden otras depende mucho de lo que comemos. Por ejemplo, se ha comprobado que si seguimos una dieta en la que predominan los productos de origen animal [huevos, leche, queso, carne…], que son productos que se absorben rápido, antes de llegar al colon [que es donde viven las bacterias], en la microbiota intestinal empieza a proliferar uno de los tres enterotipos que existen, el bacteroides, que vive de la degradación del moco que recubre de forma natural el intestino”, sintetiza el Dr. Guarner.
Que las bacterias que están pegadas a nuestras paredes intestinales medren a costa de que otras especies más 'vegetarianas' se mueran de hambre tiene sus consecuencias. Porque ese moco está ahí por algo y no debería formar parte del menú. El moco intestinal es una barrera que recubre toda la superficie del epitelio intestinal y su función es impedir la entrada de agentes externos nocivos para nuestra salud. Constituye la primera barrera de defensa del sistema inmunitario, y la microbiota intestinal, en condiciones de equilibrio, colabora con ella favoreciendo su formación e impidiendo que los agentes patógenos que entren en el sistema digestivo se propaguen. Pero si esa barrera mucosa se erosiona, muchas bacterias de la microbiota pueden viajar adonde no deben y en caso de que haya patógenos en ese momento en nuestro intestino, también se les está facilitando una puerta de entrada al resto del organismo. “En estas circunstancias, algunas bacterias intestinales que en situación normal no nos perjudican pueden volverse oportunistas y penetrar el epitelio. Con la entrada de bacterias, se provoca una respuesta del sistema inmunitario con inflamación y un desequilibrio en la microbiota que si se prolonga puede desembocar en disfunciones intestinales crónicas importantes, tanto metabólicas [obesidad, síndrome metabólico] como inmunitarias [inflamación crónica]”, advierte la Dra. Carmen Peláez.
Para que nos hagamos una idea de la importancia de que en nuestro intestino gobierne un enterotipo que come moco u otro que adore la ensalada, basta un dato: de los cinco problemas típicos que enferman a la sociedad occidental, como son las alergias, la obesidad central (con acumulación de grasa intraabdominal), la diabetes tipo 2, las enfermedades inflamatorias del intestino y el cáncer de colon, en todos ellos se ha observado que hay más predominio de bacterias que se pegan a la pared intestinal (enterotipo bacteroides) que de los otros dos que pueden 'gobernar' el intestino: el enterotipo B, dominado por las bacterias prevoleta, y el C, en el que predomina el rominococo. En cambio, cuando manda el enterotipo B, que es el que se aprovecha de las dietas ricas en fibra y vegetales, se ha observado un menor índice de obesidad central y menor riesgo de diabetes tipo 2.
Edulcorantes artificiales: ¿a quién alimentan?
Y entonces llegan a nuestra dieta alimentos que no son ni vegetales ni animales y el panorama se complica aún más. “Realmente conocemos mejor cómo influyen en la microbiota los productos naturales, fibras vegetales, polifenoles, licopeno, resveratrol, el lignano de las semillas de lino… Curiosamente, los productos que durante miles de años ha estado consumiendo el ser humano. Nuestra microbiota está acostumbrada a recibir estos productos y procesarlos. En cambio, los químicos de síntesis son relativamente nuevos y no sabemos cómo funcionan, y nos pueden dar sorpresas”, advierte el Dr. Francisco Guarner. Algunas de esas sorpresas son las que estamos descubriendo ahora, y los edulcorantes artificiales son una muestra. Cuando el hombre los creó, pensó en el sabor dulce y en calorías, o, más concretamente, en conseguir lo primero prescindiendo de lo segundo. Y el truco para que estos productos no aporten calorías no es otro que el organismo no los absorba. La cara B de esta idea es que, al no absorberlos, estas sustancias llegan íntegras al intestino grueso y una vez allí, ¿a quién están dando de comer?
“En los últimos 10 años han aparecido varios estudios sobre el efecto en la microbiota intestinal y la salud de otros edulcorantes artificiales como la sacarina, el xilitol o el aspartamo. Algunos resultados apuntan a que el consumo crónico de edulcorantes no calóricos en modelos animales puede afectar la composición de la microbiota intestinal favoreciendo la presencia de unas especies bacterianas en detrimento de otras. Estos cambios parecen tener consecuencias funcionales, como el desarrollo de alteraciones en el metabolismo de la glucosa. Sin embargo, los intentos de extrapolar la investigación a humanos son contradictorios”, explica la Dra. Carmen Peláez.
La trehalosa no es, ni mucho menos, el primer aditivo alimentario que se ha estudiado, ni será el último. La lista es larga y el goteo de publicaciones al respecto no cesa. Como muestra reciente, podemos citar un estudio llevado a cabo el año pasado en Estados Unidos en el que se analizaba cómo respondía el microbioma intestinal a la sucralosa, el edulcorante artificial más empleado en ese país. Sus conclusiones: que la sucralosa afecta a la microbiota intestinal y a su dinámica de desarrollo. Además, los resultados que obtuvieron en sus ratones parecen sugerir que consumir sucralosa durante seis meses, sin superar la dosis máxima recomendada, aumenta el riesgo de desarrollar inflamación tisular precisamente por esas alteraciones que provoca en la microbiota intestinal.
Aunque el rey de los estudios sobre edulcorantes lo realizaron en 2014 científicos del Instituto de Ciencia Weizmann en Israel, que descubrieron que, en ratones, tomar sacarina no solo causaba resistencia a la insulina, sino que cuando trasplantaban microbiota de ratones alimentados con sacarina a ratones que no habían consumido este edulcorante, los animales receptores también desarrollaban dicha resistencia, lo que sugiere que el microbioma alterado por el edulcorante es el causante del problema. ¿Se pudo demostrar este mismo efecto en humanos? Pues la respuesta es ni sí ni no. El mismo equipo decidió hacer una pequeña prueba con un grupo de siete voluntarios humanos sanos y delgados que normalmente no tomaban edulcorantes artificiales. Después de consumir la dosis máxima de sacarina recomendada durante cinco días, cuatro de los siete sujetos mostraron una respuesta reducida a la glucosa, curiosamente los mismos que habían sufrido un cambio abrupto en su microbiota intestinal, mientras que los tres voluntarios cuya tolerancia a la glucosa permaneció estable no mostraron cambios en sus microbiotas. Pero la muestra es tan pequeña que el resultado no se puede considerar relevante.
¿Qué podemos hacer entonces?
En realidad, más cosas de las que creemos. Porque, gracias a la naturaleza, nuestra microbiota tiene posibilidades de cambiar siempre y a mejor. Aunque para convivir en armonía con nuestras bacterias habría que hacer bien las cosas desde el principio. Se sabe que el enterotipo dominante no se asienta del todo casi hasta los 10 años de edad y que si no hemos sido muy fans de lo verde durante esa etapa, de adulto incorporar más frutas y verduras a nuestro régimen puede provocar molestias digestivas, pero insistir merece la pena. “Cambiar el patrón de dieta supone un periodo de adaptación que vale la pena pasar, en vez de seguir excluyendo los vegetales complicados. En Vall d’Hebron estamos haciendo estudios de adaptación, y comprobamos cómo poco a poco crecen algunas bacterias que ayudan a tolerar mejor los vegetales en esas personas que no están acostumbradas a esos alimentos y sufren hinchazón y gas”, explica el Dr. Francisco Guarner.
Si se ha perdido la oportunidad de dar de comer a las bacterias correctas durante la infancia, nunca es tarde para conseguir buenos resultados. Y un poco de gas no debería impedir que consigamos ese objetivo. ¿Pero servirá una dieta rica en vegetales contra enemigos como el 'Clostridium difficile'? Pues, según el especialista Juan Pablo Horcajada, aún es pronto para afirmar algo así, porque para vencer a esta superbacteria la clave no está tanto en analizar edulcorantes ni dietas como en (por fin) usar los antibióticos solo cuando se necesitan. “España es uno de los países del mundo en el que más antibióticos se utilizan. Tenemos que usarlos menos y con más criterio, porque son los ciclos de antibióticos, que acaban con el resto de la microbiota intestinal, los que le dan al 'Clostridium difficile' su oportunidad. Otro problema es que somos uno de los pocos países del mundo que aún no tienen la especialidad de enfermedades infecciosas en el MIR: para combatir a estas infecciones complejas, hace falta formación, y eso tampoco lo estamos haciendo bien. Con una buena formación, un uso adecuado de los antibióticos y una buena higiene ambiental hospitalaria, está demostrado que bajan las infecciones por 'Clostridium difficile'. Puestos a dar miedo, los antibióticos sí sabemos que son una bomba para esta infección y le dan mil vueltas a la trehalosa. Estamos ahí mirando que a lo mejor un azúcar influye o no en los brotes en vez de centrarnos en lo que sabemos que sí tiene consecuencias, que es usar los antibióticos mal”, concluye el Dr. HorcajadaAunque el rey de los estudios sobre edulcorantes lo realizaron en 2014 científicos del Instituto de Ciencia Weizmann en Israel, que descubrieron que, en ratones, tomar sacarina no solo causaba resistencia a la insulina, sino que cuando trasplantaban microbiota de ratones alimentados con sacarina a ratones que no habían consumido este edulcorante, los animales receptores también desarrollaban dicha resistencia, lo que sugiere que el microbioma alterado por el edulcorante es el causante del problema. ¿Se pudo demostrar este mismo efecto en humanos? Pues la respuesta es ni sí ni no. El mismo equipo decidió hacer una pequeña prueba con un grupo de siete voluntarios humanos sanos y delgados que normalmente no tomaban edulcorantes artificiales. Después de consumir la dosis máxima de sacarina recomendada durante cinco días, cuatro de los siete sujetos mostraron una respuesta reducida a la glucosa, curiosamente los mismos que habían sufrido un cambio abrupto en su microbiota intestinal, mientras que los tres voluntarios cuya tolerancia a la glucosa permaneció estable no mostraron cambios en sus microbiotas. Pero la muestra es tan pequeña que el resultado no se puede considerar relevante.